jueves, 12 de mayo de 2016

El nombre de un blog

Trabancos: nombre de blog

Hace poco días leía el libro de un autor argentino -no me acuerdo de su nombre- cuyo título era "Atreverse a escribir". En su obra expone el miedo que sufre el escritor primerizo a enfrentarse con la hoja de papel en blanco, cuando tiene que comenzar a plasmar en ella los pensamientos que tratan de aflorar de su mente en desordenado y caótico tropel. Eso es exactamente lo que me ocurre ahora, cuando decido ensayar como escritor una vez más en este “blog”.
Estamos en una época, en la que el papel ha dejado de ser, en buena parte, el soporte de la escritura. Igual ocurre con la pluma y la tinta, instrumentos que han quedado olvidados, yéndose al traste, como ocurrió hace siglos con el cálamo o el papiro. Estamos en la era del bolígrafo (bic), de los rotuladores, de los teclados de ordenadores, tablets y teléfonos móviles).En definitiva, de todas las cosas que enviaron a un ERE o jubilaron a las mecanógrafas, junto con sus viejas máquinas Olivetti o Underwood, tan costosas de importar en los años posteriores a la guerra, que lograron cambiar el paisaje de las oficinas y administraciones.
Hoy, los que pretendemos aproximarnos a la escritura, suplimos todas esas carencias básicamente con los ordenadores (PC), en cuya pantalla pueden crearse, con un simple clic de “ratón”, una inacabable serie de páginas en blanco, sobre las que los autores pueden ir reflejando las inquietudes que se cuecen y fermentan en la materia gris de su cerebro. Además, tiene también la ventaja de que, a la hora de conservar el trabajo de redacción, no hay necesidad de grapas, carpetas o legajos; basta con llevar el cursor hasta el lugar adecuado (archivo) y presionar sobre la función “guardar": el texto quedará incrustado en el disco duro, a disposición del autor o del curioso que pueda acceder al sistema.  Asimismo, puede publicarlo en la red, tal y como pretendo hacerlo yo mismo algún día, por medio de este blog, para que pueda ser leído en los más recónditos lugares del planeta por los usuarios de Internet.
Y… aquí estoy: una clara mañana de mayo por primera vez delante del espacio (página 1) en blanco del blog, que ocupa casi la totalidad de la pantalla del PC, dispuesto a comenzar con buen pie.
Y, como por algo hay que empezar, lo primero que se me ha ocurrido es elegir un título para él: Trabancos. El río; como ha quedado patente al principio del texto. -No sé si he hecho bien-. Después he bajado el cursor, unos espacios por debajo de la barra de tareas del blog, y ya me encuentro inmerso en una superficie vacua, que es el papel virtual sobre el  que pienso ir plasmando, negro sobre blanco, las ideas que vayan  aflorando en mi mente, con la esperanza de que lo hagan, todavía, con cierta fluidez. Veo que el pánico escénico, a la hora de escribir tampoco se diferencia gran cosa del que experimenté antaño, cuando, siendo adolescente, me propuse escribir, sobre una hoja de papel, provisto de la pluma metálica en la mano, después de mojar la punta en el tintero. O unos años más tarde, coincidiendo con los pasos iniciales en la oficina donde obtuve mi primer empleo, me puse delante del teclado de una vieja Olivetti, colocando el folio en la máquina y cuadrándolo con el rodillo.
 La diferencia se basa en el soporte: con la hoja de papel, cuando se abandona el trabajo, basta con tomar la misma y, si lo escrito no satisface, se la rasga, o se enrolla y aprieta fuerte dentro del puño para hacer una bola que acaba en la papelera, en la bolsa de basura, o debajo de la silla, hasta que llegue la limpiadora y dé un barrido, llevándose papel y polvo al mismo tiempo. En cambio, con la página de Word, basta con salir de la aplicación y, cuando el programa pregunta: “¿guardar cambios?”, el cursor se sitúa sobre: “no”, y se aprieta la tecla “intro”. Entonces, la página y todo lo escrito en ella se esfuma, y desaparece sin dejar rastro. La página vuelve a quedar blanca e inmaculada.

Trabancos o Trangallos

"Trabancos" y trangallos (tarangallos), en castellano, son términos equiparables. Amos son la denominación que tienen los palos más o menos cortos que se colocaban, suspendidos de los collarines de los perros (casi siempre de caza), obligándolos a llevar alta la cabeza para impedir que cazasen o corriesen demasiado aprisa, a fuer de golpearse con ellos los brazuelos, durante la temporada en la que la veda estaba en vigor y solía coincidir con los períodos en los que las piezas susceptibles de ser cazadas (liebres, palomas, perdices, etc.) estaban criando camadas de lebratos o polladas. Además eran días o semanas en los cuales soltar libremente los perros, en sus salidas al campo, podía acarrear una fuerte sanción económica por parte de los guardas o vigilantes de los acotados, y la repulsa de los cazadores más puristas. En esas épocas, la colocación de los trangallos era una medida que permitía controlar, de forma efectiva,  a los galgos, cuando se los sacaba a entrenar en las proximidades de los pueblos o a dar largos paseos por los barbechos, prados o eriales, en los espacios que era normal coincidieran con algunos de los mejores cazaderos.  Por otra parte, los artilugios evitaban  que los lebreles se distrajesen persiguiendo piezas sobre las que pesaba la prohibición de caza y acoso por ser período de veda.  
No obstante, es evidente que el río tiene un nombre relacionado con la actividad cinegética (en su modalidad de caza menor), que goza de las preferencias de ocio y deportivas por parte de los habitantes ribereños al Trabancos; pues, en sus cercanías, páramos y riberas adyacentes, suelen abundar liebres y perdices, así como avutardas (hermosas corredoras de la estepa), milanos y azores, además de tórtolas y estorninos. Todas esas aves forman parte de nuestra rica fauna, que siempre me sorprendió por su belleza y a la que admiré siempre desde que era un crío. Son los trofeos que, a la vuelta a casa, una vez abandonado el fardel, y pasados por las manos de buenas cocineras, han proporcionado excelentes meriendas y copiosas cenas, unas veces solas y otras acompañadas de guarnición.
Pero, volviendo al topónimo Trabancos: creo más en la acepción de que “hacer trabancos” (Trabancos) es realizar saltos y cambios rápidos de dirección en su discurrir. El río Trabancos, fue nombrado así, ya desde antiguo, por los pobladores de su riberas, desde los primeros kilómetros de su andadura, cuando recién nacido, corre revoltoso y espumeante entre las rocas mientras desciende al llano procedente de la sierra moraniega, y lo conserva hasta su rendición de cuentas al Duero, después de cruzar las tierras de Valladolid, lejos de roquedos, con la tranquilidad perezosa que dan los meandros de la llanura, como hizo durante siglos. Trabancos (aplicado al río), es un término viejo, pues hay referencias en documentos anteriores al siglo XII, relacionados con los pueblos formados en sus proximidades: unos agónicos, aunque vivos, todavía; y otros, abandonados totalmente desde hace siglos. En definitiva, no sé si será esa la razón por la cual el río se llama Trabancos; aunque es cierto que se llama Trabancos y no Trangallos, ya que, realmente, no logro encontrar mucha relación entre una y otra definición, a pesar del empeño del diccionario de la R.A.E. en mantener palabras tan bellas, como apartadas del vocabulario popular.

El río y la caza

En las proximidades del Trabancos, como ocurre en la mayor parte de nuestra ancha Castilla mesetaria, hay espacios llanos donde en el horizonte se unen cielo y tierra. Son terrenos de arada, de pasto, eriales, o montes llanos, todos ellos cazaderos en los que todas las piezas (antes o después de cazadas), son dignas de admiración. Lo son de igual forma las liebres, con sus rápidas carreras, como lo son las aves rapaces,  a las que contemplamos extasiados, una y otra vez, por su majestuosa estampa, mientras se descuelgan de los riscos; o cuando aparecen, de improviso, sobre los cielos azules, ejercitándose en acrobacias difíciles de igualar, mientras atacan a sus presas, cayendo en picado desde las alturas, para terminar con vuelos rasantes hasta atrapar la pieza descuidada. En esos parajes los amos y señores son los galgueros que a pie o a caballo, despliegan a sus colleras en amplias manos, a la espera del salto rápido de la liebre que, entretanto, asustada y temerosa, permanece escondida, encamada tras las matas, oyendo a la infernal jauría de lebreles, que llegan azuzados por los ojeadores vocingleros, que cubren la “mano” en el campo, espantando todo lo que se ponga por delante. Todos los actores están a las órdenes de los secretarios y directores de la partida de caza, en la que unos participantes tienen un papel definido y la que unos se juegan mucho más que otros.
Se inicia la “mano”. Al cabo de unos minutos de marcha por el cazadero abierto, se inicia la carrera: salta la liebre desde su cama, escapando hacia el lado contrario por el que  se acercan los perros; con cuatro brincos rápidos se orienta buscando un perdedero. Los dos perros, en collera, la han visto; tiran con fuerza, ansiosos, haciendo que el perrero se esfuerce por seguirlos; al cabo de no más allá de diez o quince pasos, suelta los lazos mediante un fuerte tirón, que libera a los lebreles que se lanzan en persecución, acosando a la orejuda, que brinca sobre escobas y pajas, sintiendo su aliento a pocos metros por detrás. Si hay suerte para los cazadores, habrá idas, vueltas, revueltas, quiebros y saltos, hasta que uno de los galgos quede sin resuello, con la liebre en la boca, esperando que llegue su amo a buscar la presa que, una vez cobrada, colgará ufano del fardel. Por el contrario, si es la rabona la que gana, se habrá perdido más allá de las retamas o en lo profundo del pinar cercano, mientras los lebreles vuelven, jadeando y babeando, con la lengua al aire, hasta que son enlazados nuevamente a la silla del caballo o al puño del cazador.
La caza de liebres es un espectáculo clásico en las neblinosas mañanas de noviembre o en otras heladoras y nítidas de enero, cuando el suelo escarchado y duro, queda roto por cascos de caballos, mientras el aliento de las bestias queda suspendido o pegado y helado, en minúscula cencellada, sobre los bordes de sus barbillas y de sus ollares, mientras echan espuma por sus morros.
Algunos días claros, cerca de los cazaderos, aparecen  las avutardas desplegando sus enormes alas, corriendo veloces sobre las pajas, hasta que consiguen elevarse, igual que lo hacen las perdices,  y las tórtolas, escondidas tras algunas zarzas de lindazos, terminan por buscar refugio, regresando a sus lares del río, entre mimbrales y junqueras, volando desde los altos ribazos y praderas, hasta lugares más seguros en la espesura de los sotos.

El río de los recuerdos

 La pena del Trabancos es que antaño su curso se arrastraba escondido entre junqueras, mimbrales, chopos y negrillos, que bebían su agua y daban sombra a los prados que lo limitaban. Mientras hoy,  sin embargo, junto a su cauce ya no se distinguen en las proximidades nada más que algunos álamos secos, con las ramas desgajadas y rotas a sus pies, que son una pobre muestra de aquellas hermosas alamedas, llenas de vida, que proporcionaban frescas umbrías veraniegas, en las que todos los inviernos se cortaban cargas de leña y esbeltos ejemplares, cuyos troncos estaban destinados a la sierra y las ramas sobrantes a la lumbre.
El Trabancos que yo conocí, en los días de mi primera infancia, no era un río transitorio y vacío como lo es ahora; en aquella época - anterior al destrozo que llevó a cabo el Instituto Nacional de Colonización en los primeros años 60 del siglo pasado-, era un arroyo con caudal permanente, escaso en verano y otoño, meses en los que se podía cruzar, a pie enjuto; pero mantenía un vivo caudal en invierno, al tiempo que era abundante, y hasta tumultuoso, cuando arreciaban las correntías en la primavera, al descender las aguas frías de los neveros serranos, huidas en escapadas ruidosas. Entonces, esos pocos días, el río se salía de madre por alguno de los innumerables vados que hollaban las vacas en busca de alfalfas o cebadas ajenas al otro lado de la orilla. Las avenidas del deshielo arrancaban del lecho del río, ramera, troncos, tocones y hierbas secas, al tiempo que forzaban a ratas y nutrias, brillantes, lustrosas y juguetonas, a salir de las madrigueras, y perderse raudas por prados y alamedas, cuando sus refugios, calientes y secos durante el duro invierno, bajo las raíces arbóreas y felpizos de grama, quedaban anegados con la crecida. Salían temerosas  las ratas de agua y corrían, amenazadas por perros, cuscos ratoneros, y por hombres, que no los perdonaban su belleza y descaro, buscando escondites y perdederos en troncos huecos o  viejas huras olvidadas. Estas crecidas eran habituales durante unos pocos días, en las postrimerías de marzo o en el mes de Abril, y solían coincidir con los días de procesiones de Pasión o Pascua Florida.
De madrugada, una mañana, al río le crecían las barbas, mientras subía unos centímetros el nivel de su cauce. Viniendo de arriba, en las proximidades, se comenzaba por oír un zumbido que subía de tono al acercarse a la casa del molino. Era el tronar del agua que arrastraba légamo, palos, ramera y basura. Se podía llegar a bloquear el cauce, formando presas provisionales y elevando el nivel del río, al tiempo que anegando los prados y partes más bajas de los alrededores. Los troncos por los que atravesábamos a diario de una a otra orilla, eran arrastrados por la fuerte corriente; y aparecerían, unos días más tarde, a pocos metros de su anterior emplazamiento o enganchados en los mimbrales atascando el camino, un poco más abajo.
 Ahora, desde hace años, sin embargo, el río no lleva agua casi nunca; sólo lo hace coincidiendo con alguna de las virulentas tormentas de los estiajes, inmersos en lo que actualmente llamamos  “el cambio climático". Entonces, con mal talante, el turbión de una tarde-noche de rayos y truenos arrastra aguas todo lo que pilla por delante: troncos, tocones, podridos y secos, de los viejos chopos cortados ya hace muchos años. Los mismos chopos que medraron, creciendo altos y verdes, mientras bebieron sus raíces en el cauce, hasta que los flujos húmedos dejaron de discurrir y los manantiales se apagaron en los manaderos. Todo se secó: el río, árboles, prados y hasta las personas terminaron por secarse.
Mi padre me contó en una de las largas veladas invernales, que compartimos hace más de 50 años, al amor de la lumbre -yo no tendría más allá de ocho o nueve años- que el río Trabancos nace en Herreros de Suso, cerca de Blascomillán, en el norte de la provincia de Ávila y que desemboca en el Duero, cerca de Pollos, en Herreros (sin más), un caserío con una construcción de ladrillo y media docena de cabañas de adobe, que aún se asoma a la vista de los viajeros que discurren por la autovía A62, camino de Salamanca, río abajo de Zofraguilla, a unos cinco kilómetros hacia el oeste, en su parte más ancha y caudalosa, una vez pasada la desembocadura del Zapardiel, frente por frente a una aldea con reminiscencias de señorío abacial como es todavía Torrecilla de la Abadesa.
Aquella noche prometió llevarme un día a conocer el nacimiento del río. Me dijo que lo haríamos, en una excursión a lomos de una mula bastante falsa. Y tuve la suerte y la sana alegría de que lo cumplió.

Una excursión y un camino

Una mañana mi padre me sacó muy temprano de la cama y, sin que me hubiera advertido la noche anterior, le encontré  desayunando en la mesa de la cocina. Faltaban todavía bastantes días para iniciar las labores de siega de legumbres. Era alrededor de San Isidro. La neblina huía del cauce del río, a medida que clareaba, e invadía la parcela de alfalfa, cerca del pozo de agua de casa, mientras la mula ya estaba preparada machacando con sus cascos las piedras de la puerta de la casa, piafando nerviosa, con la una albarda de burro puesta.
 Hicimos el viaje -que duró un par de días-, con los senos de las alforjas provistos de empanada de “cachos”, fiambrera con tortilla de patatas, unas bolsas con nueces y avellanas, la cantimplora y la bota de vino bien hinchada, con vino blanco. Las mantas de mulero, que portaba atadas en su grupa el animal, nos cubrieron de las escarchas de las madrugadas y de los vientos serranos, durante el par de noches que dormimos a la intemperie, próximos a la corriente, al amparo de las tapias de unas tenadas de vacas, que nos resguardaban un tanto del relente que siempre acompañaba a los sonidos de la noche en la Meseta. 
El Trabancos es un río que nace en la Moraña -comarca a más de 1000 metros, sobre el nivel del mar-, en la cara norte de las sierras centrales de Ávila y Segovia, en una pequeña hoya glaciar de no más de 30 metros de diámetro que, en aquellas fechas, descubrí que casi no tenía más allá de un par de metros de profundidad con un agua helada y clarísima, en la que se adivinaba el fondo y unos alevines de trucha moviéndose entre unos cantos musgosos.
 Entre la cabecera y su desembocadura en el Duero hay unos 85 kilómetros, con pocos rápidos en la parte alta y un lento discurrir por los campos de la tierra llana de Salamanca y Valladolid. El agua de su cauce (cuando corría) lamía las casas de San Cristóbal de Trabancos Rasueros y Horcajo de las Torres, en Ávila; y las de Fresno el Viejo y Castrejón de Trabancos y queda alejado unos cuatro kilómetros, entre la Nava del Rey, Alaejos y un poco más cercano a Sietiglesias de Trabancos, (poblaciones, todas ellas, de Valladolid) que tienen regueras que proveen de aguas al río en las primaveras lluviosas y con las correntías ocasionales de los veranos, aunque de escasa o nula importancia hídrica, hasta que llega a las proximidades de Pollos, al este de Tordesillas.
 Las riberas del Trabancos también acogieron otras poblaciones que, a lo largo de los siglos, llegaron a desaparecer al ser abandonadas. Esas aldeas son los llamados despoblados de los siglos XVII-XVIII, de las que son muestra algunos restos reducidos ahora a simples torrejones o torreones, procedentes de construcciones de los siglos XI-XIII, que miran al río desde lo alto de los oteros y alcores que jalonan el amplio valle por el que discurre el río, a cuyos pies se solean guijarros bajo los cuales se escabullen lagartijas y se mueven regueros de hormigas.
Volvimos a casa al medio día de la tercera fecha. Llegamos a casa, sucios y con hambre, a tiempo para sentarnos a la mesa y comer un opíparo cocido que esperaba sobre la mesa de la cocina molinera. Habíamos quedado pendiente el camino desde el Molino a Pollos, en la desembocadura, que esperaba hacer cuando pudiera, aunque fuera a lomos de una “cierva” como era mi bicicleta.
A mediados de los años cincuenta del pasado siglo, muchos de los moradores de las casas de campo y molinos que labraban las fincas de labor, donde mantenían las residencias, en los últimos años de la década de los cincuenta del siglo XX, dejaron las riberas del río para instalarse en las poblaciones más cercanas y más pobladas. En su favor hay que constatar que, a veces, huyendo de las temidas fiebres palúdicas o tercianas - endémicas  en los veranos de los años posteriores a la Guerra Civil-. Las tercianas, fueron (seguramente) uno de los motivos por los que la administración franquista acabó con el río Trabancos. Seguro que (como se dice ahora), en su afán por sanear el hábitat,  la administración, en los primeros años 60 del siglo pasado, mediante una labor de draga, exterminó su fauna y su flora transformando lo que era un espacio húmedo y vital, en un erial seco como el que se aprecia hoy en cualquier época del año,   en una acción que, con la legislación actual sería considerada un grave delito ecológico.
Entonces no levantó ni la más mínima protesta. Ni siquiera de los ciudadanos más directamente interesados, que vieron como sus permisos de explotación y concesiones de carácter hídricas en presas, regueras o molinos desaparecieron sin compensaciones, ni expedientes expropiatorios de ningún género. Al tiempo que casi dando gracias de que no pidieran les responsabilidades o aportaciones para sufragar los gastos por las obras de “saneamiento”.
 Hoy, el caz del río es una ruina. Invadido por malas hierbas y lagartijas, que tratan de pasar desapercibidas para los intrusos, entre ranuras del reseco barro procedente del último turbión veraniego. 

Los últimos pasos

El Trabancos, para mí, no es un río cualquiera. Es “el Río”; el río de mis recuerdos…, de mis añoranzas, el lugar al que, todavía, retorno algunas noches antes de dormirme, en un viaje virtual. A pesar de los largos años transcurridos.
Desde la casa  que formaba un todo con el molino maquilero, donde transcurría la vida de una familia, más que numerosa, en aquellos lejanos años, una mañana de junio, después de un “ hasta luego” a los que estaban sentados en el sotechado, junto al carro de varas, salí en bicicleta, por el camino que lleva al puente aguas abajo,  y seguí las estrechas sendas holladas por pescadores de cangrejos y ovejas perdidas, que se perdían entre la maleza, zarzales, álamos y junqueras que jalonaban el río, y llegué hasta la desembocadura unos kilómetro, hasta el lugar y punto en el que Trabancos, un hijo menor, se encuentra con su el padre: el Duero.
 Seguí el cauce cruzando vados, de una a otra orilla, pasando bajo los puentes y haciendo caso omiso de carreteras a las que eludí. Crucé bajo el puente de la Casa del Agua, seguí por la finca de Arias, hasta llegar  a la carretera general. Me metí en los pastizales de los Evanes (de arriba y abajo), dejando de lado los caseríos y mirando de reojo a alguna vaca morucha alejada de manada; y seguí el cauce, por Bayona, hasta que, con el sol en todo lo alto, después del mediodía, me planté delante del Duero. Era una vista, sentado en la barra de la bici, en la que río mostraba su poder, grandioso, espléndido y manso, en la amplitud de su cauce, discurriendo calmo y tranquilo, ante la pequeñez de mis escasos once años.  
Me encontré entonces en la zona, que está ya pasada la villa de Tordesillas, en las cercanías de Pollos, con la vista difusa de sus feraces vegas, mientras algunos barbos asomaban por la superficie del agua en busca de mosquitos. Está ese lugar del Duero a pocos kilómetros, aguas arriba de la Presa de Castronuño, que le retiene y domina antes de pasar a la provincia de Zamora. Tras Castronuño el río, dominador de La Meseta castellana-leonesa sigue su camino buscando el mar, bañando ciudades medievales: Toro, con su colegiata, sobre la amplia curva en ballesta (barbacana que diría Machado); Monte la Reina y después Zamora, donde recibe apoyos de los ríos leoneses y lame los tajamares, ojos y ventanucos del puente medieval, mientras ve reflejadas en sus aguas las siluetas del barrio de San Pablo y las de las preciosas iglesias románicas, que se acuestan al lado de palacios y murallas, testigos de intrigas de Urracas manipuladoras y de traiciones de sicarios como Vellido, asesino del rey leonés, su señor. Años después visité más allá otra parte del Duero, los paisajes desgarrados de las rocas y cortadas de los Arribes, hasta llegar en lo más profundo de una de ellas, al pantano que separa España de Portugal, en Miranda de Douro. El río sigue  y se adentra, una vez pasada la frontera, pon tierras de fados y saudade, bañando y enriqueciendo con los sus aguas las cepas que producen los caldos  con nombre de la última ciudad de su recorrido: Oporto con la llega al mar, con el que sueñan todos los ríos para fundirse con él y levantar espuma en las playas próximas.

  Reflexiones

Pasé los primeros años de mi vida junto al Río Trabancos, empapado de ambiente molinero y olores acres. Los sonidos monótonos de las piedras rodando; el del agua del canal precipitándose por el trampón desde lo alto de la presa, hasta penetrar en el interior de la turbina: las palas rotando; el fragor de las piedras triturando todo lo que caía en ellas y el olor penetrante de los granos: trigo, cebada, centeno, algarrobas, bezas, muelas, yeros, que eran engullidos sin distinción por la hambrienta tolva. Una nube de polvo en suspensión que dejaba en el portal, una capa de harinas, era traspasada por los rayos del sol, que se colaban por los ventanucos abiertos en la pared, en un ambiente de rechinar incansable, tumultuoso. Escasamente se veían las figuras del exterior o los troncos de madera amontonados junto a la sierra. En el interior, con la claridad que entraba del exterior, el banco carpintero, lleno de herramientas recibía la luz con una sinfonía de colores y cantos de pájaros de la zarza cercana, el olor de madera aserrada y tufos de los muladares próximos al corral del ganado vacuno.
Ese es el paisaje de la patria de mi infancia. La patria de verdad, vivida en las orillas del Trabancos. De crío y adolescente me he quedado dormido bajo alguna de las mimbreras que lo jalonaban, sintiendo como alguna hormiga se colaba por la zapatilla y jugaba con los dedos de mis pies. He caminado hasta la “toma”, del canal, para comprobar la penetración del agua que el caz emisario conducía hasta la casa, tras un recorrido de un par de kilómetros. He nadado junto a mis hermanos y amigos en los charcos hondos y pizarrosos; y en los remansos arenosos, someros y soleados cercanos a los vados; también me he sumergido, buceando en los profundos, oscuros y fríos piélagos, cuajados de manantiales, y he abierto los ojos bajo las aguas llenas de vida, sintiendo el temblor que produce el roce de las anguilas y los barbos en los pies descalzos. He gozado pescando cangrejos, armado de paciencia, durante las cálidas noches de junio. He lanzado la red y el trasmallo en las corrientes y he depositado boletos en los charcos profundos con las primeras sombras de las frescas noches otoñales o las heladas invernales. Y con las primeras luces del albor, empapándonos los pantalones con la humedad del rocío, hemos vuelto a recoger las artes, algunas veces llenas de peces plateados que habían caído en las trampas arteras y saltaban desesperados, prendidos en las mallas, sacando mil colores a la madrugada. Y me ha gustado, al mediodía o a la noche siguiente, comerlos uno a uno, pegajosos, picantes y crujientes, después de haber sido fritos en manteca y una pizca de guindilla, con la misma receta con la que los preparaban en los bares de los pueblos rayanos al Duero: Castronuño, Pollos, Villafranca o en la finca de Cartago, cerca de la presa de San José.
El Río también fue el lugar donde comencé a conocer el dolor de doblar el espinazo sobre las eras y los surcos en la huerta, regada con sus aguas blanquecinas, tratando de quitar las malas hierbas, que ahogaban los pies de las cañas de maíz, de las remolachas recién nacidas y de las verduras que acababan en la cocina cada día. También allí, en el Río, me pasé horas leyendo tebeos y libros,  sentado en el tocón de un chopo o en el talud del canal, mientras las vacas pastaban buscando las hierbas más frescas y delicadas entre las junqueras, en las praderas de entreaguas, ajenas al sol ardiente, aunque molestas por las picaduras de los tábanos. En aquel ambiente de naturaleza, renovada cada primavera, siendo un crío, con el bozo de un incipiente bigote, sentí mis primeras poluciones, cuando la naturaleza se desbordaba a lo largo de los sueños o en erecciones imprevistas, soñé con besos de artistas de películas y con caricias de la chavala del baile del domingo anterior en un afán de protagonismo adolescente.
Por eso, hoy, cuando el Trabancos no es casi nada, sólo una finísima línea oscilante en un mapa de la provincia. Hoy, cuando el río, como un anciano enfermo de Alzheimer ya no tiene conciencia de que un día tuvo vida en sus riberas. Hoy, que su cauce está seco todo el año, excavado, sin manantiales en sus recodos; sin que ni siquiera queden muestras de que, alguna vez, tuvo anegadas sus hondonadas en primavera y era escoltado a lo largo de sus riberas por chopos y olmos rectos y erguidos, hoy, quiero rendir mi homenaje al Trabancos, mi río juvenil. Y no lo hago por lo que es hoy (que no es nada), sino por lo que fue ayer y durante siglos. Hoy el Trabancos ve invadido su cauce por ovejas que huelen y patean la humedad, que adivinan bajo sus arenas blancas;  de aguas que antaño corrían sobre las piedras de sus vados, donde la mujeres se arrodillaban para azotar las sábanas y aclarar los vellones de lana que lavaban en charcas, todas en grupo, y después tendían a secar en las solaneras sobre los juncos, mientras parlaban de niños, de novios o de sueños. Entonces eran los tiempos en los que las reses (las moruchas y las frisonas, unas cornudas y otras mochas) y las bestias de carga y tiro, que bebían su agua limpia en los tramos serenos, veían sus ojos, reflejados en la superficie, antes de que las alas de la libélula, con su roce, la hollaran creando las ondas que rompían su imagen.
 También quiero hacer un homenaje al Río por su historia: por aquellos siglos medievales en los que su línea verde, de agua y vegetación, era parte de la tierra de frontera cristiana, vigilada desde los torrejones que construyeron los antepasados en lo más alto de los oteros, cerca de los caminos y cañadas que, desde Toro o Zamora, bajaban desde el Reino de León y llegaban hasta las Extremaduras. En aquellos lejanos años, de los albores de Castilla: cuando España era neonata y se debatía en luchas de reinos con cruces o medias lunas.
Por todo  esto  he titulado este blog: "Trabancos". Porque me siento unido al Río, a pesar de que no paseo por sus cercanías desde hace tiempo, ni me siento en un tocón, medio podrido y seco, de su ribera a fumar un cigarro de picadura o a echar un trago de vino. Sólo su nombre es suficiente para hacerme evocar tiempos felices, y otros no tanto, pero que, en todo caso, fueron toda mi vida durante los años de mi infancia, de mi adolescencia y también supuso el cocido diario de mi familia durante más de ochenta años del siglo XX.
Valladolid, Enero de 2012-