Trabancos: nombre de blog
Hace poco días leía el libro
de un autor argentino -no me acuerdo de su nombre- cuyo título era
"Atreverse a escribir". En su obra expone el miedo que sufre el
escritor primerizo a enfrentarse con la hoja de papel en blanco, cuando tiene
que comenzar a plasmar en ella los pensamientos que tratan de aflorar de su
mente en desordenado y caótico tropel. Eso es exactamente lo que me ocurre
ahora, cuando decido ensayar como escritor una vez más en este “blog”.
Estamos en una época, en la
que el papel ha dejado de ser, en buena parte, el soporte de la escritura.
Igual ocurre con la pluma y la tinta, instrumentos que han quedado olvidados,
yéndose al traste, como ocurrió hace siglos con el cálamo o el papiro. Estamos
en la era del bolígrafo (bic), de los rotuladores, de los teclados de
ordenadores, tablets y teléfonos móviles).En definitiva, de todas las cosas que
enviaron a un ERE o jubilaron a las mecanógrafas, junto con sus viejas máquinas
Olivetti o Underwood, tan costosas de importar en los años posteriores a la
guerra, que lograron cambiar el paisaje de las oficinas y administraciones.
Hoy, los que pretendemos aproximarnos
a la escritura, suplimos todas esas carencias básicamente con los ordenadores
(PC), en cuya pantalla pueden crearse, con un simple clic de “ratón”,
una inacabable serie de páginas en blanco, sobre las que los autores pueden ir
reflejando las inquietudes que se cuecen y fermentan en la materia gris de su
cerebro. Además, tiene también la ventaja de que, a la hora de conservar el
trabajo de redacción, no hay necesidad de grapas, carpetas o legajos; basta con
llevar el cursor hasta el lugar adecuado (archivo) y presionar sobre la función
“guardar": el texto quedará incrustado en el disco duro, a disposición del
autor o del curioso que pueda acceder al sistema. Asimismo, puede publicarlo en la red, tal y
como pretendo hacerlo yo mismo algún día, por medio de este blog, para que
pueda ser leído en los más recónditos lugares del planeta por los usuarios de
Internet.
Y… aquí estoy: una clara
mañana de mayo por primera vez delante del espacio (página 1) en blanco del
blog, que ocupa casi la totalidad de la pantalla del PC, dispuesto a comenzar
con buen pie.
Y, como por algo hay que
empezar, lo primero que se me ha ocurrido es elegir un título para él:
Trabancos. El río; como ha quedado patente al principio del texto. -No sé si he
hecho bien-. Después he bajado el cursor, unos espacios por debajo de la barra
de tareas del blog, y ya me encuentro inmerso en una superficie vacua, que es
el papel virtual sobre el que pienso ir plasmando,
negro sobre blanco, las ideas que vayan aflorando
en mi mente, con la esperanza de que lo hagan, todavía, con cierta fluidez. Veo
que el pánico escénico, a la hora de escribir tampoco se diferencia gran cosa
del que experimenté antaño, cuando, siendo adolescente, me propuse escribir,
sobre una hoja de papel, provisto de la pluma metálica en la mano, después de
mojar la punta en el tintero. O unos años más tarde, coincidiendo con los pasos
iniciales en la oficina donde obtuve mi primer empleo, me puse delante del
teclado de una vieja Olivetti, colocando el folio en la máquina y cuadrándolo
con el rodillo.
La diferencia se basa en el soporte: con la
hoja de papel, cuando se abandona el trabajo, basta con tomar la misma y, si lo
escrito no satisface, se la rasga, o se enrolla y aprieta fuerte dentro del
puño para hacer una bola que acaba en la papelera, en la bolsa de basura, o
debajo de la silla, hasta que llegue la limpiadora y dé un barrido, llevándose
papel y polvo al mismo tiempo. En cambio, con la página de Word, basta con
salir de la aplicación y, cuando el programa pregunta: “¿guardar cambios?”, el
cursor se sitúa sobre: “no”, y se aprieta la tecla “intro”. Entonces, la página
y todo lo escrito en ella se esfuma, y desaparece sin dejar rastro. La página
vuelve a quedar blanca e inmaculada.
Trabancos o Trangallos
"Trabancos" y
trangallos (tarangallos), en castellano, son términos equiparables. Amos son la
denominación que tienen los palos más o menos cortos que se colocaban,
suspendidos de los collarines de los perros (casi siempre de caza), obligándolos
a llevar alta la cabeza para impedir que cazasen o corriesen demasiado aprisa, a
fuer de golpearse con ellos los brazuelos, durante la temporada en la que
la veda estaba en vigor y solía coincidir con los períodos en los que las
piezas susceptibles de ser cazadas (liebres, palomas, perdices, etc.) estaban
criando camadas de lebratos o polladas. Además eran días o semanas en los
cuales soltar libremente los perros, en sus salidas al campo, podía acarrear una
fuerte sanción económica por parte de los guardas o vigilantes de los acotados,
y la repulsa de los cazadores más puristas. En esas épocas, la colocación de
los trangallos era una medida que permitía controlar, de forma efectiva, a los galgos, cuando se los sacaba a entrenar en
las proximidades de los pueblos o a dar largos paseos por los barbechos,
prados o eriales, en los espacios que era normal coincidieran con algunos de los
mejores cazaderos. Por otra parte, los
artilugios evitaban que los lebreles se
distrajesen persiguiendo piezas sobre las que pesaba la prohibición de caza y
acoso por ser período de veda.
No obstante, es evidente que
el río tiene un nombre relacionado con la actividad cinegética (en su modalidad
de caza menor), que goza de las preferencias de ocio y deportivas por parte de
los habitantes ribereños al Trabancos; pues, en sus cercanías, páramos y
riberas adyacentes, suelen abundar liebres y perdices, así como avutardas
(hermosas corredoras de la estepa), milanos y azores, además de tórtolas y
estorninos. Todas esas aves forman parte de nuestra rica fauna, que siempre me
sorprendió por su belleza y a la que admiré siempre desde que era un crío. Son
los trofeos que, a la vuelta a casa, una vez abandonado el fardel, y pasados
por las manos de buenas cocineras, han proporcionado excelentes meriendas y
copiosas cenas, unas veces solas y otras acompañadas de guarnición.
Pero, volviendo al topónimo
Trabancos: creo más en la acepción de que “hacer trabancos” (Trabancos) es
realizar saltos y cambios rápidos de dirección en su discurrir. El río
Trabancos, fue nombrado así, ya desde antiguo, por los pobladores de su riberas,
desde los primeros kilómetros de su andadura, cuando recién nacido, corre
revoltoso y espumeante entre las rocas mientras desciende al llano
procedente de la sierra moraniega, y lo conserva hasta su rendición de cuentas
al Duero, después de cruzar las tierras de Valladolid, lejos de
roquedos, con la tranquilidad perezosa que dan los meandros de la llanura,
como hizo durante siglos. Trabancos (aplicado al río), es un término
viejo, pues hay referencias en documentos anteriores al siglo XII,
relacionados con los pueblos formados en sus proximidades: unos agónicos,
aunque vivos, todavía; y otros, abandonados totalmente desde hace siglos. En
definitiva, no sé si será esa la razón por la cual el río se llama Trabancos;
aunque es cierto que se llama Trabancos y no Trangallos, ya que, realmente, no logro
encontrar mucha relación entre una y otra definición, a pesar del empeño del
diccionario de la R.A.E. en mantener palabras tan bellas, como apartadas del
vocabulario popular.
El río y la caza
En las proximidades del
Trabancos, como ocurre en la mayor parte de nuestra ancha Castilla mesetaria, hay
espacios llanos donde en el horizonte se unen cielo y tierra. Son terrenos de
arada, de pasto, eriales, o montes llanos, todos ellos cazaderos en los que
todas las piezas (antes o después de cazadas), son dignas de admiración. Lo son
de igual forma las liebres, con sus rápidas carreras, como lo son las aves
rapaces, a las que contemplamos
extasiados, una y otra vez, por su majestuosa estampa, mientras se descuelgan
de los riscos; o cuando aparecen, de improviso, sobre los cielos
azules, ejercitándose en acrobacias difíciles de igualar, mientras
atacan a sus presas, cayendo en picado desde las alturas, para terminar con
vuelos rasantes hasta atrapar la pieza descuidada. En esos parajes los amos y
señores son los galgueros que a pie o a caballo, despliegan a sus colleras en amplias
manos, a la espera del salto rápido de la liebre que, entretanto, asustada y
temerosa, permanece escondida, encamada tras las matas, oyendo a la infernal
jauría de lebreles, que llegan azuzados por los ojeadores vocingleros, que
cubren la “mano” en el campo, espantando todo lo que se ponga por delante. Todos
los actores están a las órdenes de los secretarios y directores de la partida
de caza, en la que unos participantes tienen un papel definido y la que unos se
juegan mucho más que otros.
Se inicia la “mano”. Al cabo
de unos minutos de marcha por el cazadero abierto, se inicia la carrera: salta
la liebre desde su cama, escapando hacia el lado contrario por el que se acercan los perros; con cuatro brincos
rápidos se orienta buscando un perdedero. Los dos perros, en collera, la han
visto; tiran con fuerza, ansiosos, haciendo que el perrero se esfuerce por
seguirlos; al cabo de no más allá de diez o quince pasos, suelta los lazos
mediante un fuerte tirón, que libera a los lebreles que se lanzan en
persecución, acosando a la orejuda, que brinca sobre escobas y pajas, sintiendo
su aliento a pocos metros por detrás. Si hay suerte para los cazadores, habrá
idas, vueltas, revueltas, quiebros y saltos, hasta que uno de los galgos quede
sin resuello, con la liebre en la boca, esperando que llegue su amo a buscar la
presa que, una vez cobrada, colgará ufano del fardel. Por el contrario, si es
la rabona la que gana, se habrá perdido más allá de las retamas o en lo
profundo del pinar cercano, mientras los lebreles vuelven, jadeando y babeando,
con la lengua al aire, hasta que son enlazados nuevamente a la silla del
caballo o al puño del cazador.
La caza de liebres es un
espectáculo clásico en las neblinosas mañanas de noviembre o en otras heladoras
y nítidas de enero, cuando el suelo escarchado y duro, queda roto por cascos de
caballos, mientras el aliento de las bestias queda suspendido o pegado y helado,
en minúscula cencellada, sobre los bordes de sus barbillas y de sus ollares,
mientras echan espuma por sus morros.
Algunos días claros, cerca
de los cazaderos, aparecen las avutardas
desplegando sus enormes alas, corriendo veloces sobre las pajas, hasta que
consiguen elevarse, igual que lo hacen las perdices, y las tórtolas, escondidas tras algunas
zarzas de lindazos, terminan por buscar refugio, regresando a sus lares del
río, entre mimbrales y junqueras, volando desde los altos ribazos y praderas, hasta
lugares más seguros en la espesura de los sotos.
El río de los recuerdos
La pena del Trabancos es que antaño su curso
se arrastraba escondido entre junqueras, mimbrales, chopos y negrillos, que
bebían su agua y daban sombra a los prados que lo limitaban. Mientras hoy, sin embargo, junto a su cauce ya no se distinguen
en las proximidades nada más que algunos álamos secos, con las ramas desgajadas
y rotas a sus pies, que son una pobre muestra de aquellas hermosas alamedas,
llenas de vida, que proporcionaban frescas umbrías veraniegas, en las que todos
los inviernos se cortaban cargas de leña y esbeltos ejemplares, cuyos troncos estaban
destinados a la sierra y las ramas sobrantes a la lumbre.
El Trabancos que yo conocí,
en los días de mi primera infancia, no era un río transitorio y vacío como lo
es ahora; en aquella época - anterior al destrozo que llevó a cabo el Instituto
Nacional de Colonización en los primeros años 60 del siglo pasado-, era un
arroyo con caudal permanente, escaso en verano y otoño, meses en los que se
podía cruzar, a pie enjuto; pero mantenía un vivo caudal en invierno, al tiempo
que era abundante, y hasta tumultuoso, cuando arreciaban las correntías en la
primavera, al descender las aguas frías de los neveros serranos, huidas en
escapadas ruidosas. Entonces, esos pocos días, el río se salía de madre por
alguno de los innumerables vados que hollaban las vacas en busca de alfalfas o
cebadas ajenas al otro lado de la orilla. Las avenidas del deshielo arrancaban del
lecho del río, ramera, troncos, tocones y hierbas secas, al tiempo que forzaban
a ratas y nutrias, brillantes, lustrosas y juguetonas, a salir de las
madrigueras, y perderse raudas por prados y alamedas, cuando sus refugios,
calientes y secos durante el duro invierno, bajo las raíces arbóreas y
felpizos de grama, quedaban anegados con la crecida. Salían temerosas las ratas de agua y corrían, amenazadas por
perros, cuscos ratoneros, y por hombres, que no los perdonaban su belleza y
descaro, buscando escondites y perdederos en troncos huecos o viejas huras olvidadas. Estas crecidas
eran habituales durante unos pocos días, en las postrimerías de marzo o en el
mes de Abril, y solían coincidir con los días de procesiones de Pasión o Pascua
Florida.
De madrugada, una mañana, al
río le crecían las barbas, mientras subía unos centímetros el nivel de su
cauce. Viniendo de arriba, en las proximidades, se comenzaba por oír un zumbido
que subía de tono al acercarse a la casa del molino. Era el tronar del agua que
arrastraba légamo, palos, ramera y basura. Se podía llegar a bloquear el cauce,
formando presas provisionales y elevando el nivel del río, al tiempo que
anegando los prados y partes más bajas de los alrededores. Los troncos por los
que atravesábamos a diario de una a otra orilla, eran arrastrados por la fuerte
corriente; y aparecerían, unos días más tarde, a pocos metros de su anterior
emplazamiento o enganchados en los mimbrales atascando el camino, un poco más
abajo.
Ahora, desde hace años, sin embargo, el río
no lleva agua casi nunca; sólo lo hace coincidiendo con alguna de las
virulentas tormentas de los estiajes, inmersos en lo que actualmente
llamamos “el cambio climático". Entonces,
con mal talante, el turbión de una tarde-noche de rayos y truenos arrastra
aguas todo lo que pilla por delante: troncos, tocones, podridos y secos, de los
viejos chopos cortados ya hace muchos años. Los mismos chopos que medraron,
creciendo altos y verdes, mientras bebieron sus raíces en el cauce, hasta que los
flujos húmedos dejaron de discurrir y los manantiales se apagaron en los
manaderos. Todo se secó: el río, árboles, prados y hasta las personas
terminaron por secarse.
Mi padre me contó en una de
las largas veladas invernales, que compartimos hace más de 50 años, al amor de
la lumbre -yo no tendría más allá de ocho o nueve años- que el río Trabancos nace
en Herreros de Suso, cerca de Blascomillán, en el norte de la provincia de
Ávila y que desemboca en el Duero, cerca de Pollos, en Herreros (sin más), un
caserío con una construcción de ladrillo y media docena de cabañas de adobe,
que aún se asoma a la vista de los viajeros que discurren por la autovía A62,
camino de Salamanca, río abajo de Zofraguilla, a unos cinco kilómetros hacia el
oeste, en su parte más ancha y caudalosa, una vez pasada la desembocadura del
Zapardiel, frente por frente a una aldea con reminiscencias de señorío abacial
como es todavía Torrecilla de la Abadesa.
Aquella noche prometió llevarme
un día a conocer el nacimiento del río. Me dijo que lo haríamos, en una
excursión a lomos de una mula bastante falsa. Y tuve la suerte y la sana
alegría de que lo cumplió.
Una excursión y un camino
Una mañana mi padre me sacó
muy temprano de la cama y, sin que me hubiera advertido la noche anterior, le
encontré desayunando en la mesa de la
cocina. Faltaban todavía bastantes días para iniciar las labores de siega de
legumbres. Era alrededor de San Isidro. La neblina huía del cauce del río, a
medida que clareaba, e invadía la parcela de alfalfa, cerca del pozo de agua de
casa, mientras la mula ya estaba preparada machacando con sus cascos las
piedras de la puerta de la casa, piafando nerviosa, con la una albarda de burro
puesta.
Hicimos el viaje -que duró un par de días-,
con los senos de las alforjas provistos de empanada de “cachos”, fiambrera con
tortilla de patatas, unas bolsas con nueces y avellanas, la cantimplora y la
bota de vino bien hinchada, con vino blanco. Las mantas de mulero, que portaba
atadas en su grupa el animal, nos cubrieron de las escarchas de las madrugadas
y de los vientos serranos, durante el par de noches que dormimos a la
intemperie, próximos a la corriente, al amparo de las tapias de unas tenadas de
vacas, que nos resguardaban un tanto del relente que siempre acompañaba a los
sonidos de la noche en la Meseta.
El Trabancos es un río que
nace en la Moraña -comarca a más de 1000 metros, sobre el nivel del mar-, en la
cara norte de las sierras centrales de Ávila y Segovia, en una pequeña hoya
glaciar de no más de 30 metros de diámetro que, en aquellas fechas, descubrí
que casi no tenía más allá de un par de metros de profundidad con un agua
helada y clarísima, en la que se adivinaba el fondo y unos alevines de trucha
moviéndose entre unos cantos musgosos.
Entre la cabecera y su desembocadura en el
Duero hay unos 85 kilómetros, con pocos rápidos en la parte alta y un lento
discurrir por los campos de la tierra llana de Salamanca y Valladolid. El agua
de su cauce (cuando corría) lamía las casas de San Cristóbal de Trabancos
Rasueros y Horcajo de las Torres, en Ávila; y las de Fresno el Viejo y
Castrejón de Trabancos y queda alejado unos cuatro kilómetros, entre la Nava
del Rey, Alaejos y un poco más cercano a Sietiglesias de Trabancos,
(poblaciones, todas ellas, de Valladolid) que tienen regueras que proveen de
aguas al río en las primaveras lluviosas y con las correntías ocasionales de
los veranos, aunque de escasa o nula importancia hídrica, hasta que llega a las
proximidades de Pollos, al este de Tordesillas.
Las riberas del Trabancos también acogieron
otras poblaciones que, a lo largo de los siglos, llegaron a desaparecer al ser
abandonadas. Esas aldeas son los llamados despoblados de los siglos XVII-XVIII,
de las que son muestra algunos restos reducidos ahora a simples torrejones o
torreones, procedentes de construcciones de los siglos XI-XIII, que miran al
río desde lo alto de los oteros y alcores que jalonan el amplio valle por el
que discurre el río, a cuyos pies se solean guijarros bajo los cuales se
escabullen lagartijas y se mueven regueros de hormigas.
Volvimos a casa al medio día
de la tercera fecha. Llegamos a casa, sucios y con hambre, a tiempo para
sentarnos a la mesa y comer un opíparo cocido que esperaba sobre la mesa de la
cocina molinera. Habíamos quedado pendiente el camino desde el Molino a Pollos,
en la desembocadura, que esperaba hacer cuando pudiera, aunque fuera a lomos de
una “cierva” como era mi bicicleta.
A mediados de los años
cincuenta del pasado siglo, muchos de los moradores de las casas de campo y
molinos que labraban las fincas de labor, donde mantenían las residencias, en
los últimos años de la década de los cincuenta del siglo XX, dejaron las riberas
del río para instalarse en las poblaciones más cercanas y más pobladas. En su
favor hay que constatar que, a veces, huyendo de las temidas fiebres palúdicas
o tercianas - endémicas en los veranos
de los años posteriores a la Guerra Civil-. Las tercianas, fueron (seguramente)
uno de los motivos por los que la administración franquista acabó con el río
Trabancos. Seguro que (como se dice ahora), en su afán por sanear el hábitat, la administración, en los primeros años 60
del siglo pasado, mediante una labor de draga, exterminó su fauna y su flora
transformando lo que era un espacio húmedo y vital, en un erial seco como el
que se aprecia hoy en cualquier época del año, en una
acción que, con la legislación actual sería considerada un grave delito
ecológico.
Entonces no levantó ni la
más mínima protesta. Ni siquiera de los ciudadanos más directamente
interesados, que vieron como sus permisos de explotación y concesiones de
carácter hídricas en presas, regueras o molinos desaparecieron sin
compensaciones, ni expedientes expropiatorios de ningún género. Al tiempo que
casi dando gracias de que no pidieran les responsabilidades o aportaciones para
sufragar los gastos por las obras de “saneamiento”.
Hoy, el caz del río es una ruina. Invadido por
malas hierbas y lagartijas, que tratan de pasar desapercibidas para los
intrusos, entre ranuras del reseco barro procedente del último turbión
veraniego.
Los últimos pasos
El Trabancos, para mí, no es
un río cualquiera. Es “el Río”; el río de mis recuerdos…, de mis añoranzas, el
lugar al que, todavía, retorno algunas noches antes de dormirme, en un viaje
virtual. A pesar de los largos años transcurridos.
Desde la casa que formaba un todo con el molino maquilero, donde
transcurría la vida de una familia, más que numerosa, en aquellos lejanos años,
una mañana de junio, después de un “ hasta luego” a los que estaban sentados en
el sotechado, junto al carro de varas, salí en bicicleta, por el camino que
lleva al puente aguas abajo, y seguí las
estrechas sendas holladas por pescadores de cangrejos y ovejas perdidas, que se
perdían entre la maleza, zarzales, álamos y junqueras que jalonaban el río, y
llegué hasta la desembocadura unos kilómetro, hasta el lugar y punto en el que
Trabancos, un hijo menor, se encuentra con su el padre: el Duero.
Seguí el cauce cruzando vados, de una a otra
orilla, pasando bajo los puentes y haciendo caso omiso de carreteras a las que
eludí. Crucé bajo el puente de la Casa del Agua, seguí por la finca de Arias,
hasta llegar a la carretera general. Me
metí en los pastizales de los Evanes (de arriba y abajo), dejando de lado los
caseríos y mirando de reojo a alguna vaca morucha alejada de manada; y seguí el
cauce, por Bayona, hasta que, con el sol en todo lo alto, después del mediodía,
me planté delante del Duero. Era una vista, sentado en la barra de la bici, en
la que río mostraba su poder, grandioso, espléndido y manso, en la amplitud de
su cauce, discurriendo calmo y tranquilo, ante la pequeñez de mis escasos once
años.
Me encontré entonces en la
zona, que está ya pasada la villa de Tordesillas, en las cercanías de Pollos, con
la vista difusa de sus feraces vegas, mientras algunos barbos asomaban por la
superficie del agua en busca de mosquitos. Está ese lugar del Duero a pocos
kilómetros, aguas arriba de la Presa de Castronuño, que le retiene y domina
antes de pasar a la provincia de Zamora. Tras Castronuño el río, dominador de
La Meseta castellana-leonesa sigue su camino buscando el mar, bañando ciudades
medievales: Toro, con su colegiata, sobre la amplia curva en ballesta
(barbacana que diría Machado); Monte la Reina y después Zamora, donde recibe
apoyos de los ríos leoneses y lame los tajamares, ojos y ventanucos del puente
medieval, mientras ve reflejadas en sus aguas las siluetas del barrio de San
Pablo y las de las preciosas iglesias románicas, que se acuestan al lado de
palacios y murallas, testigos de intrigas de Urracas manipuladoras y de
traiciones de sicarios como Vellido, asesino del rey leonés, su señor. Años
después visité más allá otra parte del Duero, los paisajes desgarrados de las
rocas y cortadas de los Arribes, hasta llegar en lo más profundo de una de
ellas, al pantano que separa España de Portugal, en Miranda de Douro. El río
sigue y se adentra, una vez pasada la
frontera, pon tierras de fados y saudade, bañando y enriqueciendo con los sus
aguas las cepas que producen los caldos
con nombre de la última ciudad de su recorrido: Oporto con la llega al
mar, con el que sueñan todos los ríos para fundirse con él y levantar espuma en
las playas próximas.
Reflexiones
Pasé los primeros años de mi
vida junto al Río Trabancos, empapado de ambiente molinero y olores acres. Los
sonidos monótonos de las piedras rodando; el del agua del canal precipitándose
por el trampón desde lo alto de la presa, hasta penetrar en el interior de la
turbina: las palas rotando; el fragor de las piedras triturando todo lo que
caía en ellas y el olor penetrante de los granos: trigo, cebada, centeno,
algarrobas, bezas, muelas, yeros, que eran engullidos sin distinción por la
hambrienta tolva. Una nube de polvo en suspensión que dejaba en el portal, una
capa de harinas, era traspasada por los rayos del sol, que se colaban por los
ventanucos abiertos en la pared, en un ambiente de rechinar incansable,
tumultuoso. Escasamente se veían las figuras del exterior o los troncos de
madera amontonados junto a la sierra. En el interior, con la claridad que
entraba del exterior, el banco carpintero, lleno de herramientas recibía la luz
con una sinfonía de colores y cantos de pájaros de la zarza cercana, el olor de
madera aserrada y tufos de los muladares próximos al corral del ganado vacuno.
Ese es el paisaje de la
patria de mi infancia. La patria de verdad, vivida en las orillas del Trabancos.
De crío y adolescente me he quedado dormido bajo alguna de las mimbreras que lo
jalonaban, sintiendo como alguna hormiga se colaba por la zapatilla y jugaba
con los dedos de mis pies. He caminado hasta la “toma”, del canal, para
comprobar la penetración del agua que el caz emisario conducía hasta la casa,
tras un recorrido de un par de kilómetros. He nadado junto a mis hermanos y
amigos en los charcos hondos y pizarrosos; y en los remansos arenosos, someros
y soleados cercanos a los vados; también me he sumergido, buceando en los
profundos, oscuros y fríos piélagos, cuajados de manantiales, y he abierto los
ojos bajo las aguas llenas de vida, sintiendo el temblor que produce el roce de
las anguilas y los barbos en los pies descalzos. He gozado pescando cangrejos,
armado de paciencia, durante las cálidas noches de junio. He lanzado la red y el
trasmallo en las corrientes y he depositado boletos en los charcos profundos
con las primeras sombras de las frescas noches otoñales o las heladas invernales.
Y con las primeras luces del albor, empapándonos los pantalones con la
humedad del rocío, hemos vuelto a recoger las artes, algunas veces llenas de
peces plateados que habían caído en las trampas arteras y saltaban
desesperados, prendidos en las mallas, sacando mil colores a la madrugada. Y me
ha gustado, al mediodía o a la noche siguiente, comerlos uno a uno, pegajosos,
picantes y crujientes, después de haber sido fritos en manteca y una pizca de
guindilla, con la misma receta con la que los preparaban en los bares de los
pueblos rayanos al Duero: Castronuño, Pollos, Villafranca o en la finca de
Cartago, cerca de la presa de San José.
El Río también fue el lugar
donde comencé a conocer el dolor de doblar el espinazo sobre las eras y los
surcos en la huerta, regada con sus aguas blanquecinas, tratando de quitar las
malas hierbas, que ahogaban los pies de las cañas de maíz, de las remolachas
recién nacidas y de las verduras que acababan en la cocina cada día. También
allí, en el Río, me pasé horas leyendo tebeos y libros, sentado en el tocón de un chopo o en el talud
del canal, mientras las vacas pastaban buscando las hierbas más frescas y
delicadas entre las junqueras, en las praderas de entreaguas, ajenas al sol
ardiente, aunque molestas por las picaduras de los tábanos. En aquel ambiente
de naturaleza, renovada cada primavera, siendo un crío, con el bozo de un
incipiente bigote, sentí mis primeras poluciones, cuando la naturaleza se
desbordaba a lo largo de los sueños o en erecciones imprevistas, soñé con besos
de artistas de películas y con caricias de la chavala del baile del domingo
anterior en un afán de protagonismo adolescente.
Por eso, hoy, cuando el
Trabancos no es casi nada, sólo una finísima línea oscilante en un mapa de la
provincia. Hoy, cuando el río, como un anciano enfermo de Alzheimer ya no tiene
conciencia de que un día tuvo vida en sus riberas. Hoy, que su cauce está seco
todo el año, excavado, sin manantiales en sus recodos; sin que ni siquiera queden
muestras de que, alguna vez, tuvo anegadas sus hondonadas en primavera y era
escoltado a lo largo de sus riberas por chopos y olmos rectos y erguidos, hoy, quiero
rendir mi homenaje al Trabancos, mi río juvenil. Y no lo hago por lo que es hoy
(que no es nada), sino por lo que fue ayer y durante siglos. Hoy el Trabancos
ve invadido su cauce por ovejas que huelen y patean la humedad, que adivinan
bajo sus arenas blancas; de aguas que
antaño corrían sobre las piedras de sus vados, donde la mujeres se arrodillaban
para azotar las sábanas y aclarar los vellones de lana que lavaban en charcas,
todas en grupo, y después tendían a secar en las solaneras sobre los juncos,
mientras parlaban de niños, de novios o de sueños. Entonces eran los tiempos en
los que las reses (las moruchas y las frisonas, unas cornudas y otras mochas) y
las bestias de carga y tiro, que bebían su agua limpia en los tramos serenos,
veían sus ojos, reflejados en la superficie, antes de que las alas de la
libélula, con su roce, la hollaran creando las ondas que rompían su imagen.
También quiero hacer
un homenaje al Río por su historia: por aquellos siglos medievales en los que
su línea verde, de agua y vegetación, era parte de la tierra de frontera
cristiana, vigilada desde los torrejones que construyeron los antepasados en lo
más alto de los oteros, cerca de los caminos y cañadas que, desde Toro o
Zamora, bajaban desde el Reino de León y llegaban hasta las Extremaduras. En
aquellos lejanos años, de los albores de Castilla: cuando España era neonata y
se debatía en luchas de reinos con cruces o medias lunas.
Por todo esto he
titulado este blog: "Trabancos". Porque me siento unido al Río, a
pesar de que no paseo por sus cercanías desde hace tiempo, ni me siento en un
tocón, medio podrido y seco, de su ribera a fumar un cigarro de picadura o a
echar un trago de vino. Sólo su nombre es suficiente para hacerme evocar
tiempos felices, y otros no tanto, pero que, en todo caso, fueron toda mi vida
durante los años de mi infancia, de mi adolescencia y también supuso el cocido
diario de mi familia durante más de ochenta años del siglo XX.
Valladolid, Enero de 2012-